Norah Lange por María Elena Legaz
Desde la escena del martinfierrismo, época en que fue protagonista, única mujer, inédito sitio privilegiado en el centro de las fotografías, al desconocimiento borroso, al anonimato del rostro y la escritura.
De la cercanía admirativa y elogiosa de Borges, Marechal, Macedonio Fernández, Martínez Estrada, Enrique Molina... a la lejana resonancia de unas pocas anécdotas, excluida siempre la operación crítica en torno de los textos.
De las distinciones y los premios (Nacional, Municipal, Gran Premio de Honor y Medalla de la Sade), al castigo de la indiferencia y al mínimo espacio en las cronologías oficiales.
¿El rol que la institución literaria le otorgó al fijarla en ella como la musa del ultraísmo argentino, la demoiselle de la vanguardia, inspiradora de la Solveig de “El cuaderno de tapas azules” Adán Buenosayres o el “ángel –norah-custodio” de Oliverio Girondo, se agotó en esas versiones de su esplendor, relegando el talento?
Quizá las atmósferas inquietantes, de exacerbada sensibilidad de Antes que mueran (1944), Personas en la sala (1950), Los dos retratos (1956), en las que niños y adolescentes aprenden los ritos necesarios para acceder a la zona del misterio y del secreto sin develar, resulten demasiado ingrávidas y mágicas para la contundencia que exige nuestra vida de hoy.
Quizá la imaginación, esa ventana a través de la cual la mirada puede ejercer su dominio infinito de percibir y ser percibida, facultad que privilegian los escritos de Norah Lange desde Cuadernos de infancia (1937), sea desechada como un riesgo de alcances no controlables por la positividad del fin de siglo.
Y además, Norah Lange no rehuye hablar de la muerte y hasta de muertes preparadas. El motivo, que comienza con la evocación de un juego en los recuerdos infantiles, se desplaza por todas sus novelas y cuentos, avanza silenciosa y resignada, con sobria constatación de la otra cara trascendente de la existencia, también enmascarada en el mundo actual.
No importa si esta obra puede ser valorada en la línea de “los enigmas y transparencias” de Raymond Roussell, es decir sus enunciados son de inspiración musical y al mismo tiempo muestran una concepción de lo visible que crea sus propias formas y movimientos. Como señala Foucault de Roussell:... “una luz primordial que abre las cosas y hace surgir las visibilidades como relámpagos y centelleos, como luz secundaria”.
No importa si instantáneas, tiempo igual a cero, “tropismos”, movimientos interiores que atraviesan subterráneamente, seres sin atributos, presencias anónimas, días sin episodios... anticipan lo que Bloch Michel llama “novela de la palabra” en la medida en que el escritor se siente fascinado por la palabra en sí misma, palabra que gira entre signos que se niegan a significar, pero se repiten y ahondan.
Las Dos Casas
El nombre de Norah Lange –nombre propio al que no renuncia a pesar de su profundo vínculo con Girondo- nunca se asocia a los textos que produjo y firmó, sino a dos casas que permanecen en la historia literaria argentina como ámbitos privilegiados.
Las primera, la del nacimiento y la adolescencia, la de las tertulias de la calle Tronador, presidida por la madre; a otra la de los encuentros con creadores de América y de Europa, la de Girando y luego de los dos, en la calle Suipacha, casa con fantasmas, enmarcada por el Espantapájaros de Butler.
Anfitriona y oficiante, mezcla de humor irónico y emotividad, oradora antiacadémica y tierna, si bien se integra y comparte los propósitos vanguardistas de amigos y visitantes, paga el precio de esa imagen en relieve sobre los grupos, liderazgo bifronte junto a Oliverio (Noriverio), con la tachadura –en círculos editoriales y críticos- de sus libros, algunos tan inhallables como la Enciclopedia de Tlön imaginada por Borges.
Norah Lange murió el 6 de agosto de 1972, cinco años después que Oliverio Girondo. Ella había dicho poco antes a Beatriz de Nobile: “Me he pasado la vida hablando sobre la muerte. Me gusta. Hablo en serio, en broma y en toda forma. Xul Solar y yo teníamos largas conversaciones sobre la muerte. No le tengo miedo. Me parece que es una gran aventura. Por eso no soy partidaria del suicidio. Porque como es una gran aventura hay que dejarla para el último momento, como el gran postre”.
En la fascinante evocación de su amiga, Enrique Molina asegura: “Con una de las prosas más impecables y sensibles de nuestras letras, Norah deja el intenso inventario de las mas hondas preferencias de su ser, la imagen indeleble de sí misma en una obra donde cada palabra es un gesto, una mirada, una de sus maneras de acercarse y escuchar el susurro de cada latido hasta su última vibración. No había ninguna distancia entre su obra y su persona, en ambas el mismo predominio del espíritu, la infinita gama de intuiciones, el perpetuo asombro por las adorables y terribles circunstancias terrestres”.
Desde entonces, unos pocos se han ocupado de su vida (privilegiando el ámbito de lo privado y personal) y muy parcialmente intentan lecturas lúcidas sobre la obra. Es hora de acabar con el silencio que rodea su memoria, reparar la injusticia y reintegrar su cuerpo y su voz al Salón Literario argentino.