La Casa y el Espantapájaros
por Enrique Molina
¿Qué casa? Esa de frente casi anónimo, con una pequeña puerta de madera negra, que algo recuerda de la casa de Cervantes, y que entonces quedaba calle por medio con una sucesión de conventillos y un extraño pasaje de casas de grandes ventanas con rejas, donde Suipacha llega al Bajo y del otro lado de la avenida corre el interminable paredón de Retiro. ¿De quién era? De un explorador recién llegado del Nilo, de un tío de Landrú, de un caballero de modales nítidos y ojos profundamente tristes, de alguien familiar a la pampa y a la noche, de un buscador de oro perfumado, de oro flotante, de oro transparente, de un experto en el vuelo de los pájaros, cuya trayectoria adivinaba según la mayor o menor melancolía del crepúsculo, el olor del viento, etc., de un príncipe de incógnito, de un Gran Gurú, de un hombre devorado hasta la médula por la pasión de ser hombre, de un señor de la avidez, la cortesía y el humor. De Oliverio Girondo.
¿Qué había en la casa? Muebles de la colonia, nubes, zonas fluviales, desvanes con astrolabios y pipas de opio, cajas de compases, alfombras persas y folletines de otro siglo. Faroles de barco, vías férreas que cruzaban la sala, piedras totémicas, inmensos roperos de caoba, arañas de murano, piezas diaguitas, un ombú en uno de los ángulos del comedor, y el ídolo polinésico, de madera negra como la puerta, presidiendo todo desde lo alto, sentado en cuclillas, con un aire extrañamente meditativo para un dios nacido de las olas, y los tatuajes maoríes, dios del olvido, quizás, de una sabiduría remota extraída de la vanidad del mundo, dios de mirar solo un horizonte sumergido por la lejanía.
¿Qué quedó de todo aquello? Un caserón vacío, transformado en una máscara, en una potestad destituida, saqueada, desoída en cada una de sus piedras, de sus secretos. Pero que aún guarda fantasmas de muebles y comidas, fantasmas de vinos que cruzaron ardientemente tantas almas apasionadas, fantasmas de conversaciones y músicas, fantasmas de amores que nacieron allí, de dioses que se cruzaron allí para siempre, de gentes blancas por el alba que salieron de allí y levitaron sobre la acera hasta desaparecer, fantasmas de amistades y de celos y de divinidades arcaicas de una América, borrada por los siglos. Tantas cosas que emigraron de su núcleo, partieron, guiadas hacia nunca por el albatros que, noche tras noche, levantaba vuelo desde lo alto de un armario.
¿Cuál era su disposición? Se abría la pequeña puerta negra y una escalinata se precipitaba al encuentro del visitante, desde el pedestal mismo del Espantapájaros, instalado allá arriba, el monóculo en la mano, el cara de pato, el cara de cocodrilo, exigiendo reverencias, contraseñas, su alto sombrero de copa hasta el techo. Describo el Espantapájaros: un señor de levita negra y pantalón de rayas negras y rojas, dos metros de alto, tal vez hecho en cartón o en papiros sagrados o con algún otro imponderable elemento. Había sido paseado por la ciudad en una carroza fúnebre anunciando la aparición de Espantapájaros, uno de los textos capitales de toda la poesía argentina.
¿Qué ambiente había en ese lugar? Los invitados debían pasar ante la mirada insobornable de una mujer de Spilimbergo. Después Oliverio aparecía. Descendía por la gran escalinata de madera, o surgía de un patio de Figari o llegaba escoltado por un león con cabeza de viuda, cubierta con un tul, precedido por la pareja de negros venecianos, o sencillamente, salía al encuentro de sus amigos mientras daba dos vueltas de carnero. Mostraba los dientes, se atusaba la barba, se instalaba luego en la mesa redonda, todo confluía entonces hacia su hipnótica personalidad, hacia su desencanto inagotablemente vital, hacia su elocuencia extraordinaria.
Pero no era Oliverio sino Oliverio y Norah, una constelación única en el cielo de la amistad y el espíritu. ¡Norah Lange!
Imposible pensar a Oliverio sin Norah. Existía entre ambos una unidad total, una manera de identificarse mutuamente, de acompañarse, de responderse uno al otro a cada gesto, como esos pájaros que vuelan y cambian de rumbo al unísono, comunicándose por vibraciones. Norah, una criatura también llena de fervor por la vida, de una bondad sin límites, se acercaba uno a ella y siempre la encontraba en lo más profundo de su ser, sin una sombra en su transparencia absoluta. Y tampoco era Norah sola. Eran sus cuatro hermanas, esa familia Lange que llevaría una novela describirla.
¿Cómo eran las reuniones allí? Nunca más he vivido nada semejante. El genio, el afecto de Oliverio y Norah creaban un clima tan especial que cada uno de sus amigos, ante ellos, ponía en juego lo mejor de sí mismo. Formaban una especie de tribu, de sociedad de iniciados. Estaban los viejos amigos de la juventud, que lentamente iban desapareciendo. Después otros más jóvenes llegaron.
¿Quiénes eran? No muchos, un grupo de poetas y una pintora: Marta Pelufo. Los poetas: E. Bayley, C. Latorre, J. Llinás, F. Madariaga, E. Molina, Olga Orozco, A. Pellegrini, M. Trejo, A. Vanasco. Aparte de ellos, había allí siempre una mujer cuya presencia era como una brasa, como una permanente incitación a la poesía y el sueño, sin que ella hubiera escrito nunca una línea: Lila Mora, volaba sobre nuestras cabezas, se fundía al brillo de las cosas, a todos los brillos de la imaginación y de la gracia.
¿Y qué más? El clima de esa casa se dilataba en direcciones imprevistas. De tanto en tanto un tren irrumpía de improviso a través de los comensales. Los huacos de las vitrinas crecían. Enormes personajes incaicos, de torsos desnudos, color canela, con voces de tambor y de piedra se sentaban a la mesa, crepitaban.
En el extremo de una sala, un labrado barco chino conducía, por la corriente de un río bordeado de flores, un prostíbulo flotante en donde un grupo de geishas de marfil tañían extraños instrumentos y cantaban con voces de insomnio. Allí, también, en esa casa, un grupo de negros se retorcía en un patio de Figari. Y las ranas. ¡Las ranas!
¿Qué eran? Uno las descubría de pronto en una escena que se repetía eternamente en la locura o el infierno. Parecían gente. A veces jugaban al billar y fumaban enormes cigarros, gozaban de un momento de solaz. De pronto se precipitaban a un torbellino de furia, empuñaban cuchillos y pistolas, rompían la araña, rodaban bajo la mesa.
¿Qué eran? Ranas embalsamadas en posturas humanas, dentro de dos cajas como escenarios, empotradas en el muro. A Neruda le fascinaba. Al morir Oliverio trató infructuosamente de conseguirlas.
¿Qué más? Terminemos. Con una extraña cabeza de hipocampo la Mujer Aérea se posaba en la cumbre de la gran escalera que conducía a la planta alta. Ahora que lo pienso, creo que era la mujer del Espantapájaros. Tocaba el piano, hacía funcionar el organito italiano donde aparecía un obeso rey desnudo con un cetro en forma de espiral, que giraba con la música. Oliverio la había pintado en una especie de tapiz. Recuerdo siempre también a la triste muchacha de Kisling, que solo sonreía desde tan lejos con algunas notas de acordeón que solía tocar Norah.
¿Qué había en el piso de arriba? El increíble cuarto de Norah, donde ella escribía, algo como una cueva de piratas repleta de tesoros inauditos, de maravillas de toda especie, botellas antiguas, talismanes, retablos, fotografías, barcos en botellas, jaulas con colibríes artificiales que cantaban y descifraban el porvenir, chapas de calles porteñas, todo abigarrado, insensato, envuelto en la más radiante atmósfera de poesía.
¿Qué más? Terminemos. A veces, en plena reunión, solían cruzar por esos ambientes esas enormes burbujas con una pareja desnuda que se ven en los Paraísos del Bosco. Los asistentes guardaban silencio hasta que desaparecían perdiéndose de vista en dirección al río. Casi era la señal de que la reunión había concluido. Entonces los últimos invitados se retiraban, pasaban de nuevo ante el Espatapájaros, guiados hasta la puerta por la pareja de negros venecianos que portaban antorchas.
[Clarín, 27 de noviembre de 1975, p. 3.]