Oliverio Girondo

Oliverio Girondo
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Norah Lange >> Prosa y Poesía con traducción al portugués

Cuadernos de Infancia     1937

               Habíamos fabricado grandes sombreros de papel, y de pie, las cinco delante de un espejo, cada una detenida frente a su rostro contemplábamos el efecto de la sombra sobre los ojos, el resplandor distinto que la luz de la ventana adquiría en nuestros cabellos, contra el papel de diario.
               La puerta se abrió, de pronto, y una corriente de aire los hizo vacilar sobre nuestras cabezas.
               Una de mis hermanas dijo:
               –La primera que pierda su sombrero se morirá antes que las otras…
               Inmóviles frente al espejo, los brazos entrelazados para no cometer ninguna trampa, jugamos a quién sería la primera en morir.
               Un miedo horrible me fue invadiendo, lentamente. La puerta abierta dejaba entrar un aire rápido y peligroso que, de un momento a otro, podía despojarme de mi sombrero. Pensé en Irene, en Marta, en Georgina, en Susana, en mí misma y, mientras las miraba de reojo, sonriéndome con ellas, una muerta de veinte años se acostaba sobre el rostro de cada una de mis hermanas; una muerta joven y perfecta, con una sola flor sobre la almohada.
               El viento agitaba los grandes triángulos de papel, sin llegar a derribarlos.
               Georgina, con los ojos absortos en alguna visión terrible, parecida a la mía, exclamó bruscamente:
               –No me gustan estos juegos –y, apartándose del espejo, se sacó el sombrero y lo arrojó, apelotonado, contra el suelo.
               Durante un tiempo, la hilera de cabezas frente al espejo me entregaba imágenes probables y tristes, rostros velados para siempre, y me pareció que hubiese sido mejor aguardar a que el viento señalara la muerte más próxima, para ser más dulces, más tiernas, con la hermana que debía morir primero.

 

Cadernos de infância - Traducción: Joana Angélica D’Avila Melo
              
               Havíamos fabricado grandes chapéus de papel, e de pé, as cinco diante de um espelho, cada uma parada em frente ao próprio rosto, contemplávamos o efeito da sombra sobre os olhos, o resplendor diferente que a luz da janela adquiria em nossos cabelos, contra o papel de jornal.
               De repente a porta se abriu, e uma corrente de ar os fez vacilar sobre nossas cabecas.
               Uma das minhas irmas disse:
               -A primeira que perder seu chapéa vai morrer antes das outras…
               Imóveis em frente ao espelho,  bracos entrelacados para nao cometer nenhuma trapaca, brincamos de quem seria a primeira a morrer.
               Um medo horrível foi me invadindo, lentamente. A porta aberta deixava entrar um ar rápido e perigoso que, de um momento para outro, poderia me despojar do meu chapéu. Pensei em Irene, em Marta, em Georgina, em Susana, em mim mesma, e enquanto as olhava de esguelha, sorrindo com elas, uma morta de vinte anos se deitava sobre o rosto de cada uma das minhas irmas; uma morta jovem e perfeita, com uma só flor sobre o travesseiro.
               O vento agitava os grandes triângulos de papel, sem chegar a derrubá-los.
               Georgina, com os olhos absortos em alguna visao terrível, parecida com a minha, exclamou bruscamente:
               -Nao gosto destas brincadeiras- e, afastando-se do espelho, arrancou o chapéu e jogou-o, amassado, contra o solo.
               Durante um tempo, a fileira de cabecas em frente ao espelho  me entregava  imagens prováveis e tristes, rostos velados para sempre, e me pareceu que teria sido melhor aguardar que o vento assinalasse a morte mais próxima, para sermos mais doces, mais ternas, com a irma que devia morrer primeiro.