... Aunque yo cumpliese años con menos apuro que otros, y aún no colaboraba en el periódico, ante sus páginas reverberantes y agudas, sus críticas y epitafios, no podía dejar de corroborar el despilfarro de papel y de editores ejercidos por desparramados folletinistas y sucesivos repartidores a domicilio de tanto soneto en trance de gelatina, de tanta novela a caballo, y, habituándome al paroxismo escuchaba las vociferantes fiestas “martinfierristas”, bochinches semanales, “gritos al cielo” contra la solemnidad y sus contagiosas mojigangas de cuello palomita; estertóreas crónicas que sacudían el orden doméstico, pues el sistema educativo Lange todavía me estorbaba excursiones nocturnas, y "Martín Fierro" solo concebía festejar algo un rato antes del amanecer.
El célebre almuerzo en honor del querido y admirado Ricardo Güiraldes me alcanzó una felicidad que jamás esperé y que todavía perdura. No sólo conocí allí a Ricardo Güiraldes y a todos los martinfierristas, sino que avizoré, por primera y emocionada vez, los ojos miradores de Oliverio Girondo. Ya alargado el vestido y el horario comprobé tumultuosos banquetes como el ofrecido a Alfonso Reyes; escuché algunos famosos brindis de Macedonio Fernández -acontecimiento trascendental en nuestras letras- y, episodio jamás previsto, me estrené como homenajeada en una comida con que me honró "Martin Fierro" antes de partir hacia Noruega. ...